Asomaba el sol por el eje de las equis, cuando los mínimos habitantes de la ciudad de Mac-Laurin se preparaban para asistir a la unión de un arco convergente y una tímida y variable ΦΦ.
Acompañaba al cortejo, en primer lugar el padre de ΦΦ, jefe del noble partido de los incrementos. La madre, una noble mantisa de las tablas, a causa de una hipótesis que desembocó en tesis, estuvo a punto de anularse a cero. Después venía el coro de las integrales interpretando una bonita canción en coseno menor.
Entraron en el templo en forma troncocónica adornada con hermosas parábolas. Presidía la ceremonia un segmento, ayudado por dos secantes. Los asistentes se dedicaban a trazar tangentes en los puntos de las curvas y todo hubiera acabado bien, a no ser por un mínimo y un máximo determinante que fueron difíciles de despejar.
Entró el juez con la regla de Ruffini bajo el brazo y lo primero que hizo fue encerrar al novio entre corchetes y tomando a la novia por el punto de inflexión se la llevó a la sombra de un vector para derivarla.
Allí , con los senos despejados, bajadas las medias proporcionales, y abiertas las parábolas hasta el infinito, verá como el factor común del juez iba tomando incrementos cada vez más grandes y que una vez terminado la combinación se dedicaba a repetirla como una permutación.
Allí quedó ΦΦ permutada, derivada, y con la matriz cuadrada.
Los asistentes al acto en vista de tal derivación, elevaron al juez a la n-ésima potencia y lo hicieron deslizar por un plano inclinado.
El novio, errando de ecuación en ecuación, y de serie en serie, entró finalmente en la orden de los logaritmos neperianos, bajo la rígida regla de Cramer.
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